Uno de mis recuerdos más nítidos de infancia sucedió en clase de parvulitos a los cuatro años. Esperaba en la fila para leer la página de la cartilla con la hermana Miguela mientras sentía unas ganas crecientes de hacer pis. No me atreví a decirlo, y cuando por fin la monja me sentó en sus rodillas no pude aguantar más y mojé mi ropa… y su hábito negro hasta los pies. Sobra decir que su enfado fue tan mayúsculo como mis ganas de desaparecer. Ya de adulta, la anécdota ha generado abundantes risas y comentarios de todo calibre, que no han conseguido borrar la vergüenza que sentí, que todavía siento, cuando recuerdo ese día.
Seguramente muchos compartimos historias similares. Pequeños relatos que en su día nos hicieron conocer la vergüenza, la sensación de fracaso, de fallar a las expectativas de los que más queríamos. Anécdotas sin importancia que adquieren tamaño desmesurado en una mente infantil y marcan nuestras acciones futuras, el modo de percibir y encarar las cosas.
El caso es que desde hace unos días andamos con Inés en plena ‘operación pañal’, uno de esos momentos que suelen poner a prueba el temple y capacidad de empatía de los padres. Dicen que excepto los casos (pocos) en los que los niños se adaptan a la nueva situación sin fallos, el proceso requiere toneladas de paciencia y pantalones limpios. Mientras la cambio por segunda vez en media hora y contengo mi ira a duras penas me pregunto si no estaré repitiendo viejos errores, ignorando su ritmo y haciendo las cosas porque ‘toca’, porque todos lo dicen, por no ser los últimos.
Su mirada de incomprensión ante mis reproches trae a mi mente la imagen de la hermana Miguela. El enfado se esfuma de repente. La abrazo y trato de convencerme de que sus errores, y sobre todo los míos, son la mejor oportunidad para hacerlo mejor la próxima vez, para ayudarla a crecer sin culpas, vergüenzas ni miedos.