Excepto a la hora de pagar, y no siempre, estar ‘a medias’ no suele ser buena cosa. Hablo de la vida en general, del temor de estar perdiéndose algo. Como soy de reacciones lentas, siempre me percato cuando la cosa lleva bastante tiempo instalándose, así a traición. Como un silencioso okupa que traslada poco a poco sus pertenencias y un buen día hallas acomodado en el sofá, un día sucede lo que juraste que a ti jamás te pasaría. Una nebulosa extraña lo invade todo, resta intensidad a la existencia, todo funciona como a medio gas.
No se salva ni lo que sabes fundamental. Es la impotencia porque los días son demasiado cortos, pero no sólo eso. Es también la impresión, la certeza casi, de vivir sólo en parte cada momento. Culpabilidad cuando Inés no me deja marchar y mi mente huye hacia el futuro inmediato; impotencia cuando el pensamiento añora después ese abrazo en medio de cualquier cosa. El deseo de exprimir los pocos momentos de paz y alegría que la vida regala, la imposibilidad de hacerlo al cien por cien, porque algo siempre apremia. Saber de sobra qué es lo importante y vivir de espaldas a ello.
Por si no estuviera claro, la vida envía mensajes de aviso. Una valla que el viento derriba a pocos centímetros y no te cae encima de milagro; un coche que invade el carril contrario y vuelve a su lugar en el último momento. A veces decide ser menos sutil, un acontecimiento brutal vuelve a advertirte de que cuando menos lo esperas, todo puede estrellarse. Con los años, el mensaje va calando, pero a pesar de todo creo que sigo dejándome lo mejor en el camino. Quizá no sé vivir de otro modo; seguramente un día me arrepienta.