Recuerdos

Hablar siempre de los mismos temas y vivir demasiado de recuerdos son dos vicios que se agudizan casi siempre con la edad. Según esto debo ser más vieja que el abuelo Cebolleta, aunque si hablamos de insistencia, nadie como un niño en el arte de repetir hasta el infinito. Parece que en esto también se asemejan la vejez y la infancia, además de en otras cuestiones menos edificantes. En lo de vivir de recuerdos los niños quedan al margen, aunque algunos tienen una imaginación tan prodigiosa que serían capaces hasta de fabricar memorias de años aún no transcurridos.

En mi caja de tesoros conservo los pequeños hitos de una existencia común, pero también escenas mucho más triviales, que quedaron grabadas sin motivo aparente y tienden a enredarse, por más que me empeñe. En esta anarquía reside parte de su valor, y sobre todo en su carácter único. Cada cual tiene su memoria, siempre la mejor posible por ser la propia.20150427_105400

En ciertos momentos los recuerdos cobran un protagonismo especial. Con los primeros días de calor, mi mente regresa cada primavera a los años de estudiante, a días llenos de tiempo y ganas de hablar y jugar a arreglar el mundo. Esos ratos perdidos después de clase que se convirtieron en los momentos más preciosos, junto a las cervezas en los bares de Malasaña y las tardes de domingo disipando la nebulosa con televisión y palmeras de chocolate.

Mi mente no llega mucho más lejos. Con el avance del tiempo irá retrocediendo hacia la niñez, al rescate de instantes hoy enterrados por vivencias más recientes. Ojalá conociera el material con el que se crean los recuerdos, para ‘reaprender’ a disfrutar el ahora sin prisa, con la sensación de tiempo eterno, ratos robados a lo presuntamente importante que resultan ser lo mejor de la vida.

Temores

Pasar las mañanas (y alguna tarde) en compañía de niños, toboganes y columpios figuraba entre las cosas menos apetecibles de la maternidad. Francamente, siempre imaginé el parque como una especie de sucursal del infierno. También diré que me consta no ser la única que sintió escalofríos cuando una conocida con hijos adolescentes le dijo con un punto de venganza: ‘Anda, que no te queda parque a ti…’

Así que en ello estamos. Tras alguna vacilación, se ha convertido casi en una extensión de nuestra casa, sólo que aquí el suelo está lleno de agujeros misteriosos por los que aparecen y se esconden todo tipo de seres. Capítulo aparte es la convivencia con otros pequeños y sus adultos acompañantes, el primer escenario en el que medimos fuerzas, debilidades y miedos. Eso que llamamos socialización y no es otra cosa que hallar un espacio en el que sentirnos cómodos y nos quieran, el principal objetivo de la vida, para gran parte de los humanos al menos.

Como socializar no figura entre mis fortalezas, intento que Inés vuele libre y no se lastre con mis miedos. La lista es mayor de lo que pensaba: a no caerse del columpio sumo la preocupación por no acapararlo demasiado tiempo, por no romper juguetes ajenos, por no molestar a los demás. Y por primera vez, siento temor a que mi hija no encuentre amigos con los que jugar. Intento que no se note demasiado y permanezco a distancia prudencial mientras ella actúa, algo retraída al principio, más segura después.

Verla abrirse al mundo reaviva imágenes de mi infancia que ni siquiera recordaba. Momentos alegres, pero también de inseguridad y angustia; el temor a no merecer los afectos, la sensación de valer menos que los demás. Me pregunto si Inés lo habrá heredado, junto a la propensión a los resfriados y las canas precoces. La veo cruzar por el agujero de un seto y reír a carcajadas con otra niña, un sonido que ahuyenta fantasmas y disipa malos recuerdos. El parque no es tan terrible, después de todo.parque

Imaginaciones mías

dibujo luciaA veces las cosas se parecen poco a lo que habíamos maquinado. La imaginación es un arma poderosa pero imperfecta, o será simplemente que al destino le gusta llevar la contraria, y entre las opciones posibles se decanta a veces por la menos probable.

Todos hemos fantaseado con cómo seríamos a los cuarenta años cuando teníamos veinte. O a los dieciocho cuando teníamos seis. En tercero de párvulos, una monja nos invitó a apuntar nuestro nombre en un papel si queríamos seguir sus pasos. Todas lo hicimos… menos una. De mayor sería enfermera.

A día de hoy puedo asegurar, con poco margen de error, que ninguna de aquellas vocaciones precoces se materializó, y que la enfermera trabaja en el área de hipotecas de un banco. Reconozco que me costó desprenderme de cierta sensación de culpabilidad, como de haber incumplido un pacto, al saber que yo tampoco tomaría los hábitos.

Fue mi primera prueba de que planear el futuro tiene sólo valor orientativo, En lo referente a Inés llevo pocos aciertos, y eso que me sobró el tiempo para pensarla, soñarla, dibujarla incluso. Yo no lo hice, pero sí su prima Lucía, que con maravillosa imaginación infantil trazó su primer retrato cuando era sólo un proyecto sin cara ni nombre. Conservo este papel como un tesoro porque quiero mucho a su autora, pero también porque representa ilusiones, deseos, y sobre todo muchas incógnitas. Tampoco mi hija acabó llamándose como Lucía aventuraba, aunque juraría que cuando nació era clavadita a su retrato.

Hoy Inés tiene nombre y cara, y espero que un futuro largo y feliz. No lo veré hasta el final, pero juego a imaginarlo mientras vamos y venimos del parque. Al salir el otro día creí ver a la hermana Victoria, con el mismo perfil afilado que recordaba, pero mucho más pequeña. Nos miró y en su cara apareció una sonrisa a medias, como si me perdonara por haber faltado a mi promesa. Esto último no podría jurarlo; quizá sean sólo imaginaciones mías.

Convicciones

Hace veinte años juré que jamás, en lo que me quedara de vida, volvería a comerme un dónut. Y puedo presumir de haber cumplido sin excepción… hasta el martes pasado, cuando mi pequeña llegó a casa con su primer huevo de pascua. Que la mano de Inés no tuvo nada que ver en la experiencia pastelera de la guardería es más una certeza que una duda, pero aun con eso fui incapaz de tirarla a la basura, como dictaban el sentido común y prejuicios de años. Va a ser verdad eso de que tener un hijo te cambia la vida.huevo de pascua

Así que, ya puestos y como un día es un día, el festín incluyó el huevo de chocolate que acompañaba al dónut y la generosa cobertura del mismo material. Me tranquiliza saber que en las escuelas infantiles no manejan otras sustancias más adictivas, que no se trata de romper a estas alturas con principios que tanto costó aprender.

Con el cerebro en plena sobredosis de azúcar, me dio por pensar en las cosas que se hacen ‘por los niños’ y que a veces esconden motivos difíciles de identificar. Empiezo a temer que ésta sea una más de una serie de incoherencias que empiezan por las creencias que profesamos (o no) y continúan por el modelo de educación que elegimos. Mi corta experiencia me impide añadir muchas más, pero sólo estas dos ya me han dado muchos quebraderos de cabeza, y lo que nos queda.

Libre ya de los efectos del chocolate, llego a la conclusión de que a veces, al menos en mi caso, las convicciones flaquean y las certezas no son tales. Es de lo poco seguro que encuentro entre miles de dudas; eso y que voy a ‘reaprender’ a ir en bicicleta, otro de los elementos que aparté de mi vida, antes incluso que los donuts.