Hablar siempre de los mismos temas y vivir demasiado de recuerdos son dos vicios que se agudizan casi siempre con la edad. Según esto debo ser más vieja que el abuelo Cebolleta, aunque si hablamos de insistencia, nadie como un niño en el arte de repetir hasta el infinito. Parece que en esto también se asemejan la vejez y la infancia, además de en otras cuestiones menos edificantes. En lo de vivir de recuerdos los niños quedan al margen, aunque algunos tienen una imaginación tan prodigiosa que serían capaces hasta de fabricar memorias de años aún no transcurridos.
En mi caja de tesoros conservo los pequeños hitos de una existencia común, pero también escenas mucho más triviales, que quedaron grabadas sin motivo aparente y tienden a enredarse, por más que me empeñe. En esta anarquía reside parte de su valor, y sobre todo en su carácter único. Cada cual tiene su memoria, siempre la mejor posible por ser la propia.
En ciertos momentos los recuerdos cobran un protagonismo especial. Con los primeros días de calor, mi mente regresa cada primavera a los años de estudiante, a días llenos de tiempo y ganas de hablar y jugar a arreglar el mundo. Esos ratos perdidos después de clase que se convirtieron en los momentos más preciosos, junto a las cervezas en los bares de Malasaña y las tardes de domingo disipando la nebulosa con televisión y palmeras de chocolate.
Mi mente no llega mucho más lejos. Con el avance del tiempo irá retrocediendo hacia la niñez, al rescate de instantes hoy enterrados por vivencias más recientes. Ojalá conociera el material con el que se crean los recuerdos, para ‘reaprender’ a disfrutar el ahora sin prisa, con la sensación de tiempo eterno, ratos robados a lo presuntamente importante que resultan ser lo mejor de la vida.