Si hay algo que me desarma es ver a un abuelo jugando con su nieto. Ya sé que ahora los abuelos son esos seres explotados, o directamente esclavizados, que sacan fuerzas de flaqueza para suplir a unos padres encadenados a jornadas laborales interminables. Como últimamente vivo en un mundo paralelo, elijo la imagen idílica en la que ambos protagonistas son felices. Creo además que ambos extremos se atraen, y sé que no descubro nada pero me gusta decirlo, y sobre todo verlo.
Soy feliz cuando Inés lo da todo con su abuelo Antonio, que con ella se olvida de que las piernas le fallan y su corazón necesita un arreglo con urgencia. Me emocioné cuando, por primera vez en ocho meses, oí a mi madre reír a carcajadas al verla bailar por primera vez. Desde entonces, la cría se arranca sin dudar cuando oye cualquier cosa que le suene a música. Quiero que los cuatro, también mi padre aunque ya no esté, dejen una huella importante en su vida; también deseo que Inés aligere sus dolores, la falta de fuerzas, la certeza de que el fin está, ahora sí, demasiado cerca.
Hoy al volver a casa nos hemos encontrado con María, una compañera de trabajo que cuida de sus padres: él enfermo de alzhéimer, ella en silla de ruedas por una lesión de columna. A veces nos cruzamos, empujando nuestros respectivos carros, y nos saludamos. Hoy hemos parado un momento y hemos hablado del tiempo, de este verano raro que parece no acabar. Tras unos minutos de reconocimiento, Inés les ha señalado con el dedo, ha cogido sus manos, ha jugado con el sombrero del padre, que luego se lo ha puesto del revés ganándose una bronca cariñosa. He deseado que este rato haya hecho su mañana un poco más feliz, y sobre todo que María tenga fuerzas para seguir empujando el carro, ahora que la vida parece ponerla al límite de sus fuerzas.