Escucho por la radio a un astrofísico preseleccionado para viajar a Marte en una misión denominada Mars One. Me fascina la atracción que en muchos humanos ejercen los secretos del Universo, pero más aún que aquí la pugna es por un viaje sólo de ida. El aspirante lo compara con mudarse a Australia: quizá vuelvas, quizá no, sólo que en este caso sin lugar para la duda.
Puede que el excesivo apego a la vida sea de mediocres. Al menos supone una rémora para afrontar grandes aventuras. Subir a las montañas más altas, descender a las simas más profundas, retos como lanzarse al vacío miles de metros no son para cualquiera. El sueño de viajar a otros planetas, vivir en Marte, se le puede atribuir a toda la Humanidad, pero no todos querrían vivirlo en primera persona. Los cobardes como yo tendemos a pensar que pocos se pondrían en la fila. Quizá así tratamos de esconder nuestra mediocridad, o es que somos simplemente felices en nuestro pequeño Universo.
Recuerdo un tiempo en el que miraba al cielo y soñaba con otras vidas, mundos lejanos que siempre me parecían menos fríos. Quizá cambié de opinión, el caso es que un día dejé de buscar. No recuerdo el momento en el que deseché la idea de que el jardín del vecino siempre es más verde, pero seguro que supuso un pequeño hito en una existencia confusa.
El Universo se encierra en la imagen de una niña de un año subiendo las escaleras. Una historia de aprendizaje con final desconocido, siempre hacia arriba. Creo que por el momento seguiré sin desear ir a Marte. Quizá sea cobarde, a lo mejor soy simplemente feliz.