Ropa vieja

Debo de ser una de las personas que más rápido sustituyen la ropa estival por la de invierno. Eso que algunos llaman con solemnidad ‘cambio de armario’ y supone resignarnos a que el verano se va sin remedio. La llegada del frío invita a abrir otra etapa, con menos horas de luz pero nuevas posibilidades entre cuatro paredes. Así lo vive alguien a quien inspira la oscuridad invernal; son muchos los que se sumen en el letargo hasta que marzo anuncia días más cálidos.ropa vieja

Ayer abrí una caja con prendas que han pasado conmigo varios inviernos, en algún caso más de diez. Constato de nuevo lo rápido que pasa el tiempo, y de paso mi poca afición a ir de compras. El trámite tiene un punto de emoción, como si esperase encontrar alguna sorpresa entre los viejos conocidos. A veces hallo cosas que no recordaba tener, como un pantalón comprado el año pasado en un raro día de inspiración y el jersey verde y azul de la tienda donde Inés dio su primer paso agarrada a la cortina del probador.

Un año después, mi hija me acompaña expectante y nada más abrir la tapa se apodera de una caja de zapatos en la que guardo tesoros de épocas pretéritas: anillos de plata que significaron tanto y acabaron olvidados, peniques que esperan volver a Londres un día no muy lejano, el colgante que me acompañó en un viaje y me trajo suerte… o no. Vestigios de vidas pasadas que parecen restos arqueológicos en sus manos pequeñas, recuerdos que vuelven de golpe instigados por sus preguntas.

El padre de Inés se une a nosotras y se anima a tirar a la basura un viejo pantalón. Compartimos el vicio de conservar ropa que nos ha acompañado media vida y de vez en cuando nos apoyamos en el gesto heroico de desprendernos de algún harapo. Nos viene a la memoria el pantalón de pana raído que yo llevaba cuando nos conocimos y el sofá incomodísimo de mi casa de entonces, ese que sacamos a la calle una noche lejana de vino y risas. En ambos casos, objetos casi inservibles de los que me costó lo suyo prescindir. Mucho ha llovido desde entonces y el tiempo imparable nos anuncia hoy otro invierno, momento de recuperar ropa vieja y antiguas risas para afrontar los fríos que llegan.

La Ira

De las emociones negativas con las que me toca lidiar, creo que la ira es la que más me avergüenza. Hablo de ese arrebato violento que nace en algún lugar allá adentro y sube ardiente y destructor como lava volcánica. Digo que me avergüenza porque es el único sentimiento que me ha hecho desear, de modo fugaz pero intenso, hacer o decir cosas que racionalmente aborrezco. Con los años creo haber aprendido a controlarlo en parte; no siempre, supongo. Personas que fueron muy importantes han quedado en el camino. La perspectiva del tiempo revela que la afrenta no fue tan grande. Perder un amigo duele casi siempre más que el conflicto que lo provoca; es una de las pocas cosas que he aprendido en lo que llevo de vida.la ira

Desde que mi lista de papeles se amplió al de madre he descubierto la ira en su versión más refinada: la que puede provocar alguien pequeño y presuntamente angelical al que amas sin límites. Los desencadenantes no parecen tan graves vistos en frío: tirar la comida al suelo, resistirse a que la vistan, insistir en ir en brazos ignorando el dolor de riñones del porteador. Quizá estas acciones remueven viejas heridas, o anticipan guerras futuras que los agoreros anticipan casi con placer: ‘Esto no es nada, verás dentro de unos años…’.

Para mi sorpresa, los gestos de enfado parecen divertir a la pequeña Inés, quizá porque le han revelado una versión más animada de su madre, tranquila y calmada casi siempre. La rabia va creciendo con su risa, hasta convertirse en impotencia y desesperación. Llegados a este punto veo por un momento la escena desde fuera y descubro a la niña de dos años que fui peleando con otra cría de su edad.

Saber que muchos gestionamos como podemos la furia supone un cierto consuelo. Camino del parque, escucho los gritos de un padre fuera de sí y aun sabiendo que no actúa bien no puedo evitar compadecerle. La ira sabe a vergüenza y a frustración y la acompaña siempre otra emoción no menos amarga: el arrepentimiento.

Para siempre

Desde que un hijo llega ya no concibes tu vida sin él. Cuando escuché esta frase Inés no era ni siquiera un proyecto, así que la di por cierta sin más. Hoy pienso que el que se siente por ellos es uno de los pocos amores, si no el único, que perdurará siempre, a no ser que nos falle la memoria. Puede que -el destino no lo quiera- se vayan antes que nosotros, pero el dolor de la ausencia los torna aún más presentes. De los afectos es difícil hablar; si a veces nos cuesta calibrar los propios, cuánto más los ajenos. La única referencia es nuestra vivencia propia, y en función de ella medimos y esperamos.

En la crianza existe una fase de absoluta dependencia, esos años en los que, si el trabajo u otros quehaceres no lo ‘remedian’ -la jornada laboral como salvación, quién lo iba a decir- los niños se convierten literalmente en parte de ti, algo insoslayable al plantearse pequeños y grandes planes: un café con las amigas, un fin de semana fuera, apuntarse a ese curso, ir a la peluquería… Los que saben de esto recomiendan disfrutarlo intensamente: ‘El tiempo vuela y antes de que te des cuenta se marchará’, advierten. Supongo que será así; tantas voces no pueden estar equivocadas, pero cierto es también que a ratos sobrevuela una sensación como de angustia. Sucede aunque sea plenamente deseado y llegue con la libertad apurada al límite; quizá sea precisamente por eso.

Hace unos días, un conocido nos preguntó cómo lo ‘llevamos’ en un tono entre la resignación y el hastío. Al ver a su lado a una cría algo más pequeña que Inés deduje que se refería a la paternidad. Sin esperar respuesta, empezó a detallar lo que para él es un sufrimiento cotidiano: madrugar para llevar a su pequeña a la guardería, noches de sueño interrumpido, la atención permanente para evitar que se golpee contra todo, renunciar al gin-tónic en el bar de abajo (por no hablar de ‘liarse’ hasta las cinco, resaca y bebés son una combinación letal). Lo peor de todo, dijo, es que ‘mañana toca lo mismo otra vez, y pasado también’.para siempre

Tanta frustración me produjo entonces extrañeza y un poco de lástima. Pensé que algunos habrían de plantearse seriamente si la paternidad es lo que de verdad desean. Hoy creo que lo comprendo mejor: a lo mejor tenía un mal día, o quizá sólo se atrevió a expresar algo que muchos niegan y casi todos callan. A veces uno puede arrepentirse de ser padre, aunque su hijo sea lo más grande que le ha regalado la vida.